Recuerdo la primera vez que entré al local ubicado a un costado de la Ferretería Tucapel, justo en el cruce de Tucapel con avenida Loa, frente al salón de Pool que actuaba como botillería encubierta. Con mis compañeros del liceo nos amontonábamos en la entrada, esperando el turno para entrar y poder jugar en alguna de las consolas, lo que costaba un promedio de 500 pesos la media hora.
PlayStation (PS, de ahora en adelante), PC y consolas de Nintendo. El local se llenaba de gente que gritaba y lanzaba bromas a todo pulmón, interrumpiendo la poca paz de aquellos que tomaban la pésima decisión de intentar continuar con su juego en paz, incomodados por el barullo que parecía nunca extinguirse.
Dos juegos reinaban en este local: Pro Evolution Soccer (PES) y Smash.
Antes de la llegada de Xbox 360 y PS3, PES era el líder del deporte rey, y aún hoy tiene más presencia en mi ciudad que el todopoderoso FIFA. Jugar con los galácticos, abusar de los disparos de Adriano o perder horas en armar la formación ideal para acabar escogiendo a Brasil o Alemania, y los comentarios de “oye, apúrate, gol sale” se repetían a las espaldas de los que sostenían el mando.
Los grupos eran usualmente de cuatro escolares, todos amontonando las mochilas para evitar robos y despejar el pasillo, tratando de llegar a tiempo para escoger las mejores TV ya que, como todos sabían, las teles más chicas tenían los peores controles y las consolas no leían el juego (pirata).
Al frente, y usualmente al fondo, se hallaban las Nintendo 64.
Si bien la PS2 llevaba un rato en el mercado, el Nintendo 64 se negaba a morir en estos locales debido a que, entre otras cosas, poseía cuatro mandos y su uso costaba una fracción que las otras consolas. Mario Party, Mario Kart y Pokémon Stadium eran los juegos preferidos, siendo además los únicos que tenían presencia femenina en los locales. Muchos iban con sus parejas o aquellas compañeras de curso que podían romper la monotonía del club de Toby.
Pero también estaba este otro juego que de a poco comenzó a romper el equilibrio natural de los asientos. Smash Bros irrumpió con fuerza, aunque probablemente decirlo en estas palabras no le haga justicia. De un día a otro, las TVs con Smash se convirtieron en Tierra Santa, con una larga fila de gente queriendo jugar, obligando al locatario a poner un límite de tiempo para los grupos: Nadie puede pagar más de una hora. Controles rotos, risas, volumen que resonaba hasta las puertas del local. Durante toda la tarde, la Nintendo 64 era la única consola que no descansaba.
Entramos en grupo, éramos cinco en total, pero sólo cuatro íbamos a jugar. El quinto quería mirar qué era eso sobre lo que sus compañeros hablaban tanto, pero que por causa de la religión de su madre jamás había conocido.
Recuerdo que nadie jugaba bien, pero uno de nosotros había descubierto el golpe con Luigi que mataba “de una”. Yo, armado con Kirby (tengo un algo con los personajes “malos” de los juegos de pelea), intentaba mantenerme a flote por el escenario mientras cajas y pokéball caían del cielo. La pelea era reñida; y, cada cierto tiempo, se escuchaba el todopoderoso “Falcon Punch” acompañado de un “nooo” cuando alguien perdía un stock.
Se cumplía la hora y, entre risas, tomábamos nuestras cosas.
Fue ahí cuando lo vimos, por primera vez. En la TV número 12, detrás nuestro y junto a la puerta del baño, habían conectado una Gamecube corriendo Super Smash Bros. Melee (SSBM).
Me quedé pegado.
Si bien, la diferencia entre el PES 6 y PES 7 era enorme, y casi que podía apostar que los jugadores estaban pisando pasto real, nunca había visto algo como lo que me mostraba SSBM. Los movimientos, el sonido de los impactos, los pokémon que ya no eran simples sprites y la variedad de animaciones.
Mil pesos la hora te permitían disfrutar de una experiencia como nunca antes, con un control que parecía amoldarse perfectamente a todas las manos, como si estuvieras amoldando greda para el taller de artes. El escenario con el Great Fox parecía sacado de una película del futuro, Kirby con nuevos ataques que me hacían pensar en lo ilimitado del poder de la consola.
Sólo una vez alcancé a jugar en esa consola, en ese local. Luego de volver de vacaciones de verano, el lugar había cerrado para siempre.