Como para muchos, el jugar no sólo fue un pasatiempo o un entretenimiento de infancia, fue también un refugio en los días aciagos o la guinda de la torta en más de algún cumpleaños. Podría enumerar un sinfín de buenos momentos relacionados a los videojuegos que serían probablemente paralelos a la experiencia misma del hipotético lector de este artículo, pero no busco apelar a la transversalidad entre videojugadores, sino que espero llevarlo más allá, a instantes particulares en la vida de un padre quien, gracias a la ayuda de los videojuegos, ha logrado a veces dar vuelta esa cosa tan compleja llamada vida.
La paternidad ha sido en mi caso una carretera llena de curvas, agujeros, saltos y, también, días soleados. Soy orgulloso padre de un montón de hijos, con los cuales he logrado forjar un vínculo hermoso, incluso, a pesar de la separación (con sus progenitoras) o de la distancia física que a veces envuelve la compleja vida de “los adultos”. Ser un papá presente ha sido duro netamente por las circunstancias, jamás por la voluntad. Y es ahí cuando más agradecido he estado de la compañía fiel de los videojuegos.
Fue un verano tan yermo como la cesantía por la que estaba pasando en ese momento, apenas había lucas para comprar algo para compartir y/o para la locomoción, siendo casi-casi excluyentes el uno del otro. ¿Preso de las circunstancias? Tristemente sí. Pero como la voluntad no está necesariamente encadenada a la pobreza, había ganas y ninguna excusa. Lo otro que afortunadamente (y gracias a un amigo) también había, era Mario Kart DS.
Nos reuníamos primero en la casa de mis hijas. Mientras ellas buscaban sus consolas en el desorden de sus piezas, yo avisaba a su madre que saldríamos un rato a capear el calor “por ahí”. Después de un tiempo medianamente considerable de espera, encontraban las mentadas consolas a medio cargar entre los cerros de desorden de sus habitaciones.
Y el rito era el siguiente: caminar cinco cuadras hacia la heladería, comprar un pote de un litro de helado de varios sabores y sentarnos a jugar.
Ellas piloteando modelos clásicos de 3DS o DSi, y yo pisteando como un campeón en una antigua pero fiel Lite negra que aún funciona como el primer día, tratando de esquivar conchazos azules entre risas o aguantando confabulaciones de las corredoras “enemigas” entre cucharadas de helado y peleas por el último bocado. En eso de pasarlo tan bien, el día se hizo corto y las preocupaciones desaparecieron. No había cesantía ni pesar, no había deudas por pagar, sólo ese instante mágico que permanecería para siempre en el recuerdo de todos nosotros, de ese verano en que no teníamos absolutamente nada y, sin embargo, lo teníamos todo.
La paternidad ha tenido días muy duros, pero también días soleados. Mil gracias, videojuegos.