No hay consolas nuevas durante mis primeros años de paternidad. Transcurre la época del Cubo mientras curso algo así como la “Educación Superior” y mi presupuesto se divide entre pañales, leche y materiales.
Como casi todo universitario, me embarga la pobreza estudiantil y me agobia la falta de tiempo. Los momentos de jugar se han vuelto más escasos y los amigos menos frecuentes. Y, sin embargo, a veces llegan y traen consigo esa cuota lúdica que compone gran parte de las relaciones sociales. En esta oportunidad, llegarían con hojas, manuales y dados de rol.
Aunque estábamos sentados en la alfombra del living, nos encontrábamos al mismo tiempo en una riña dentro de un hotel contra unos corsarios de no recuerdo que región del 7mo Mar, a pito de no sé qué. Uno de mis colegas piratas peleaba contra un grupo abajo en el primer piso empuñando un florete en cada mano. El otro salió a robar los caballos de los castillanos para nosotros, y así garantizar nuestro escape. Mientras, yo, gastándome mi último punto de donaire, realizo una acrobacia para desarmar a mi rival en el pasillo del segundo piso, atrapando su espada ropera en el aire y, justo cuando voy saltando hacia la lámpara del techo, poder cortar exitosamente la soga que la sujeta. Mientras la lámpara cae sobre sobre nuestros enemigos (conmigo incluido), una vocecita proveniente de nuestras espaldas irrumpe en la escena.
—¿Papá, que están haciendo?
—Jugando rol. ¿Por qué estás en pie si estabas dormida?
—Me desperté sin sueño, ¿puedo jugar?
—Ehm… depende, ¿qué sabes de los piratas?
—Que tenían un loro… ¿puedo ser un lorito?
Se llamó “lorito poderoso” por aproximadamente una hora y media, y después al tuto, porque ya era tarde.