Me ha costado bastante tiempo el poder volver a entrar en la línea de pensamiento de ese curioso día de verano, previo al estallido social, en que decidí fabricar “la espada maestra” para mis hijos menores.
Aborrezco las armas casi tanto como a quienes las portan, pues son vil reflejo de cómo la tecnología ha servido como instrumento en favor de la codicia y en contra de aquellos que tienen el eso codiciado. Podría pasar horas desmitificando el Genocidio Latinoamericano (conocido anteriormente como el imaginario de la Conquista de América), haciendo paralelos entre como el caballo con armadura del año mil quinientos es el símil del carro blindado de ahora; o de cómo aquel, que antaño empuñaba una espada contra las naciones originarias con el fin de robar para el rey y para sí mismo, persiste aún en esta sociedad fratricida. Detrás del hombrecillo que, a orillas del lago Ranco, exige a las señoras que “salgan de su jardín”, se manifiesta la misma ínfula de grandeza imaginaria: los reyes y los señores feudales cambiaron los títulos nobiliarios (…que, de nobles, pues nada) por meros títulos de propiedad.
Sin embargo, hay momentos en que mi repudio a la tecnología bélica se difumina en el hecho obvio de que es el humano y sus intenciones quienes blanden las armas. La depredación del hombre por (y para) el hombre, es la que anima el mísero fin de ese noble mineral que, pudiendo ser rastrillo o tren o herramienta quirúrgica, terminó siendo espada.
Así me encontraba yo, difuminado en el taller, con la vista perdida y sin saber qué hacer con el pedazo de un listón de pino de dos por algo, ni con trozo de roble que días antes había rescatado de algún basurero X, cuando llegó a mí como un rayo la idea de hacerles a mis hijos espadas de madera.
¡¿Y si hago una espada maestra?! —dije en primera instancia. Pero luego me corregí, porque como tengo hartos hijos… tenían que ser varias espadas.