Íbamos de la playa a la casa. El tío manejaba por la carretera un auto, cuyo modelo no atino a rescatar de la memoria, mientras mi primo y yo, en los asientos de atrás, comentábamos planes a futuro que nosotros jamás concretaríamos, pero que se concretarían igual.
La noche se cerraba vehemente, y los espacios de luz que emanaban de los escasos postes del camino hacían imposible el jugar Game Boy en el auto, así que, entre ambos, ajenos a la conversación entre el piloto y la copiloto y con la consola apagada, nos comprometíamos a dirigir nuestros esfuerzos hacia una “carrera en los videojuegos” que nunca pasó de la idea.
Desde lo rudimentario de nuestro emprendimiento, a lo infantil —en cuanto al conocimiento (desde nuestra total ignorancia) de lo que era un estudio de desarrollo videojueguíl—, imaginábamos un tremendo crossover de un juego de pelea que involucrara a distintos personajes del mundo de las consolas. Esto, unos cuatro años antes de la salida del X-Men v/s Street Fighter en Arcade, siete años antes de Super Smash Bros para el Nintendo sixty-fooour, y poquito después de la irrupción de (toasty!) Mortal Kombat en la escena de los videojuegos. O sea, en el 92’, dos niños cualquiera tendrían la misma idea que un montón de otros niños más, de meter a sus personajes favoritos a pelear el uno contra el otro. Idea que prosperaría y se convertiría en un tremendo y variopinto mercado.
—¿Te imaginas que se pudieran meter más personajes al Smash? —me dice mi hijo menor, pensando en la potencial inclusión de Steve (del Maincra), sin saber que eventualmente se concretaría.
—Imagino que sí —le respondí yo. Pues también podía imaginarlo.
Gracias por tanto fightah a la gran industria de los videojuegos. Menos a ti, PlayStation All-Stars Battle Royale. A ti no te debo nada.