Sea en bits, bytes o megas, dependiente o no de una pila diminuta inserta en la memoria interna de un cartucho, o en la memoria externa de una consola, siempre hay un lugar “físico” en donde guardar el progreso que se ha realizado durante las incontables horas que el jugador pueda dedicarle a aquel juego que le llamó la atención, y que decide continuar hasta el final.
Independiente de la vida útil (u obsolescencia programada) que tengan estos artefactos, depositamos en ellos nuestra confianza, nuestro tiempo y nuestro amor. Pero ni todo el amor del mundo es excusa cuando las cosas fallan, y todo aquello por lo que habías luchado durante tanto tiempo, desaparece.
De las múltiples traiciones a las que me ha sometido la vida videojueguíl, una en particular es la primera que se me viene a la mente: la muerte de la pila del Dragon Quest I & II, para GameBoy. Es la clásica historia de como un hombre no puede terminar la segunda entrega de una de sus sagas favoritas, porque cagó la pila a aproximadamente diez horas antes de terminarlo. Fin del recuerdo doloroso.
Conozco otros ejemplos, como el caso de un amigo al que se le murió la pila del Legend of Zelda y decidió no apagar el NES hasta terminarlo, jugándolo a medias con el hermano en los espacios que les dejaba el colegio. Una semana después, el transformador se derretiría en el enchufe.
—¡Papá, se borró mi save de Pokémon y perdí todo mi equipo! —me dice un día uno de mis hijos. Yo le respondo que es el karma, por eso que hizo la vez anterior. Pero eso es otra historia.