“Te estuvimos buscando toda la tarde, ¿¡dónde mierda andabas!?” fue la forma en la que, con justa razón, me recibe mi tía después de que yo desapareciera un día completo, por primera vez. Sería esa, en retrospectiva, la primera señal de una rebeldía adolescente (del tipo autodestructivo) que me acompañaría por mucho tiempo, empezando un día que no atino a recordar, entre mis once y doce años.
¿Y dónde andaba yo? En los videos, en el centro de Santiago.
Frente al cerro Huelén (o Santa Lucía), se encontraban dos centros de entretenimiento. Uno llamado Game Center, que tenía configuradas las máquinas en difícil y era más caro, pero cuyas palancas estaban en mejor estado. El otro (al que fuimos) se encontraba a tres locales de distancia y cuyo nombre se me escapa de la mente. Ninguno de los dos existe al año 2021.
Nos atrapó durante varias horas el maravilloso beat em’ up de Los Simpsons. Peleamos mucho rato en el Street Fighter (uno), que tenía seis botones en vez del sensor gigante de presión, y disfrutamos de todos aquellos otros videojuegos que estaban ahí y que no estaban en “Los Tiara”, que eran los arcades que estaban cerca de mi casa. Los videojuegos más nuevos, sólo llegaban al centro de la ciudad.
¿Y cómo llegamos nosotros, un par de mocosos, al centro? Pues en micro. De ida y de vuelta, utilizamos el famoso “tío, ¿nos lleva?”
Ante el éxito de la treta, nos ubicamos al fondo de una micro chica, clásica de los años ‘90 y previa a la aparición de las micros amarillas. Sentados en los peldaños de la escalera en la puerta del fondo, veíamos a las casas bajas dar paso a los departamentos y luego a la ciudad. O viceversa, dependiendo de la dirección del microbús.
—¿Y no te van a decir nada si vamos a los videos del centro? —me pregunta German, el amigo del colegio que llegó temprano con la idea. Le respondo que sí, pero como ya me gritonean todo el día por lo que hago y por lo que no, da lo mismo. Total, me van a gritonear igual.