Una de mis hijas mayores cumplió 18 años hace poco. Su madre, en honor a lo memorable de la fecha, decidió celebrarle el cumpleaños a pesar del poco festivo ánimo de la niña.
La cumpleañera comentaba que no tenía ninguna gana de celebrar, y que su regalo ideal hubiese sido que la dejaran dormir hasta tarde. Pero como donde manda capitán no manda marinero (independiente de la recién adquirida “mayoría de edad”), se terminó viendo envuelta en la vorágine de gente preparando torta, hamburguesas, snacks para picar y salsas para untar, desde temprano en la mañana. Su madre lo tenía todo organizado y las personas, como engranajes, nos movíamos en perfecta sincronía en la maquinaria cumpleañera.
Una vez todo listo, y mientras la celebrada había salido a buscar al pololo al terminal, me senté con su madre —y unas cervecitas— a comparar lo distinta que es esta generación, de esa en la que nos tocó nacer a nosotros.
—Me extraña tanto que la niña no beba —me dice—, pues nosotros a su edad, ya nos estábamos lanzando.
Yo recuerdo claramente que a los dieciocho pedí plata de regalo, que me llegó con la condición de que la invirtiera en un curso de manejo (porque me querían tener de chofer), y que despilfarré en dos días, junto a la madre de la hija antes mencionada. Por suerte, la niña no nos salió así.
La hija llega con el pololo desde el terminal, dando apertura al evento social. En uno de esos espacios en que la encuentro desocupada, la llevo aparte para hacerle entrega de su regalo. Y, a diferencia de los cumpleaños anteriores, como obsequio de cumpleaños no me pidió videojuegos, sino plata. Supuestamente para comprarse partes y armarse un compu gamer. Anda tú a saber.
—¡Muchas gracias, papá! —me dice mientras me abraza—. Y qué bacán que me pasaste plata en efectivo… así, no me la vuelvo a gastar en Roblox.