Una de mis hijas habla por teléfono con un amigo mientras juega con él a través de la gloriosa internet. Cada uno en su computador, separados por doscientos kilómetros de distancia. A su edad, yo estaba en algo similar, salvo que si levantabas el teléfono se te desconectaba el módem y el teléfono quedaba exclamando en tecnomarciano.
También tuve amigos de internet, con los cuales recuerdo haber compartido grandes momentos. De mi infancia, tristemente, no conservo ninguno… cosas de la adultez, asumo.
Igual que cuando era (más) chico y jugaba con autitos con los cabros del barrio, o como más de un conocido mío se junta a jugar a la pelota con sus amigos; los ñoños, en general, también disfrutamos de compartir nuestros pasatiempos. Y la adultez (y, obviamente, la remuneración), nos ha permitido “profesionalizar” nuestros juegos y la forma en la que jugamos.
Porque es mucho más fácil soñar con una consola de última generación teniendo pega y sueldo, que siendo un mocoso de doce ¿No? Yo pienso que siendo niño (por ahí por los ‘90, cof cof), la sola idea de jugar mi juego favorito en lo que podríamos considerar como una “tele grande” me volaba los sesos. Afortunadamente, la tecnología actual lo ha vuelto infinitamente menos privativo.
Ya de adulto, junto a unos amigos, nos dimos el gusto de jugar en algo más aparatoso que una tele grande. Se nos ocurrió proyectar en el edificio vecino… pero esa es otra historia.