—Estoy aburrido —le dice mi nieto a mi viejo.
Por cosas de la descoordinación, nadie atinó a pagar el internet. Y el niño, que aún no tiene amigos en el barrio por haber llegado hace poco y cuya diversión completa hasta ese momento era jugar con su primo en línea, se pasea por la casa mostrando su descontento de brazos cruzados y cariacontecido. O sea, amurrao.
—Los niños inteligentes no se aburren —le respondo yo, tal y como me respondían a mí en mi infancia ante la misma queja, sólo logrando que el crío se amurre más.
—¿Y si jugamos Minecraft en la vida real? —pregunta mi viejo, a lo que el niño responde con una mueca de curiosidad.
Un minuto se demoró en pasarle guantes de seguridad, protector para la cara y un martillo. Lo llevó al patio y lo sentó frente a un cuarzo enorme que tiene de adorno, y lo puso a picapedrear.
Se entretuvo dos horas, hasta que volvió el internet. Ahora todos tenemos cuarzo.