Afuera hacía un día esplendoroso. La cúpula celeste en toda su amplitud se abría límpida y exenta de cualquier nubosa o nublosa mácula. Las aves entre las copas cantan a coro sus trinos de agradecimiento mientras ondean su plumaje al son de la tibia brisa veraniega. Más allá, el gato, derretido y largo como él solo, toma un baño de sol empapando de luz su completa y líquida felinosidad. ¿Y nosotros los niños? pues… encerrados en una pieza oscura, sentados frente a la tele.
La casetera termina de rebobinar un juego de Atari que podría ser cualquiera, mientras uno de los niños, con hábiles manos, logra apretar las perrillas que conectan la televisión a la switch box.
—¿Pusiste el canal tres? —pregunta una voz a lo lejos.
—¡No, al tiro! —responde otra voz, mientras gira la perilla de los canales.
Las manos luchan por el control de los controles y el desorden se desata hasta que se prende la consola. Todos los ojos ocupados observando el mismo punto en el espacio televisivo. Suena la casetera al quitarle la pausa y luego el horror, el horror de la eterna espera. Pues el casete no traía precargado el Pong para poder aguantarla…
* * *
Uno de mis hijos se sienta frente a la PS3, mientras abre el envoltorio de un juego nuevo, cuyo disco pasa de la caja a la consola de forma casi instantánea. Ansiosamente la prende, se logea y todo eso. Pero antes de ponerse a jugar, y sin que yo siquiera alcanzase a emitir el típico comentario de viejo de mierda del tipo “ustedes no sufren lo que sufríamos nosotros con los tiempos de carga”, ¡PAF! hay que bajar doce actualizaciones antes para poder jugar. ¡GUAJA!
Así que en vez de esparcir viejodemierdés, me terminé riendo bajito. Je.