Cierto día, un amigo me pide el favor de cuidarle el departamento (más bien, a la gata), mientras sale de vacaciones por unos días. Yo le dije que bueno, pero que ese finde me iba a quedar con mis hijos más chicos, así que tendría que llevarlos a su hogar. Me dijo que no había problema y que estaba la WiiU, por si queríamos jugar.
Así que probamos hartos juegos de los que tenía. Y en eso de explorar su amplia ludoteca, encontramos el Breath of the Wild, que había salido hace poquito y que mi amigo había empezado a jugar. Mientras entro al baño, uno de los niños pone el juego.
—¿Papá, podemos jugar al Zelda? —me grita a través de la puerta.
A lo que yo respondo que bueno, pero que no le sobrescriba el save. Él me dice que hay como cuarenta y yo, desde el baño y sin estar mirando, me quedo con su apreciación sin atinar a confirmarlo. Craso error, pues este Zelda, si bien tiene autosave, no tiene múltiples espacios de guardado (a diferencia de tooodos los otros Zelda, con la excepción, además, del Tri force Heroes, si mi memoria no me engaña). No lo sabría hasta después, cuando recibí la llamada enfuriada del amigo antes mencionado, quien me contó que perdió setenta horas por mi condoro. Aunque me deshice en disculpas, desde ahí que no me habla.
Dos semanas después, el niño que insertaría el disco que redundaría en la pérdida de las horas invertidas vendría a mí con su 2DS en la mano y lágrimas en las mejillas. No sé qué le pasó a mi Pokémon —me dice—, pero ya no está mi save y perdí todo mi progreso. Y efectivamente, el cartucho estaba vacío. Lo consolé.
¿Error de fábrica? ¿El universo aplicando la ley del Talión? Juzgue usted.